Una mujer le lee a alguien, su marido se infiere, el relato en el que estuvo trabajando. Él le dice que no tiene “ni principio, ni desenlace, ni trama». Podría parecer algo malo, suele ser algo malo, sin embargo acá es un juego. Es una buena descripción de la colección de epifanías que reúne Lydia Davis en Our Strangers, su libro más reciente que acaba de llegar a librerías locales como Esa gente que no conocemos, con traducción de Eleonora González Capria. El mini cuento en cuestión es «Todavía lejos de Ring Lardner» y es uno de los, comillas, más largos. Ocupa una página y un cachito.
La mujer que escribe la historia dentro de la historia, en mamushka que juega a la puesta en abismo, podría ser Lydia Davis. En los otros relatos, 144 en total en un poco más de 300 páginas, también siempre está presente ese aire de verosímil. Ese es uno de los dones casi sobrenaturales que tiene la autora, que publica desde hace cinco décadas y acá se dio a conocer masivamente con No puedo ni quiero en 2014, con traducción de Inés Garland. En 2021 se publicó Ensayos I, una experiencia detectivesca existencia, y pronto llegará otro tomo, todo editado por Eterna Cadencia.
Intimidad, humor e ingenio
En cualquier género o registro, Davis escribe como una amiga inteligentísima y graciosa que charla de lo que se le cruza por la cabeza. Leerla es una experiencia de intimidad, humor, ingenio, y belleza extraña (y/o extrañada). Pero en sus relatos hace ficción. La tentación de entenderlos como memorias, apenas la anécdota corrida de lugar o disfrazada con sutileza, es un juego más que la autora premeditó sin inocencia. Deja pistas que abogan a la hipótesis de la literatura del yo y una cantidad igual de señales que la desmienten.
Otro juego al que juega es a tocar un tema en un relato y retomarlo desde otro lugar varios cuentos después. Y hay más. De forma y en todas sus formas. No es arbitrario. Avanza entre antojos y ocurrencias. Un aparente capricho, pero con fundamento, cierra el ejemplar con un aviso o advertencia.
Lydia Davis decidió que Esa gente que no conocemos esté “disponible únicamente en librerías y bibliotecas” porque le preocupa el dominio de Amazon. También, porque la autora quiere que “las personas que aman a la lectura vuelvan a ese lugar donde otras personas que aman la lectura llevan siglos vendiendo libros con dedicación y esmero: la librería de la esquina”. Es un deseo adorable. Con muchas capas de sentido y sentimiento.
Los (mini)cuentos de Davis no siguen estructuras formales, no le hacen caso a los formatos esperables y simplemente aparecen, lúdicos, como destellos. En su último libro están sus ya clásicos breves de pocos párrafos, donde hay ideas, sueños, reflexiones, pequeñas anécdotas domésticas, conversaciones escuchadas por casualidad y hasta los puntos de vista del gato y el perro de la casa.
También hay otros que se plantan en la página como poemas, y varían entre el humor y la exquisitez del lenguaje. Algunos tienen forma de cartas o de listas. Hay frases que podrían ser aforismos, pero no, porque no enseñan nada, solo son, como la totalidad, algo que muestra fragmentos, un modo de mirar las cosas del mundo, que es tan única y particular como cotidiana y sencilla.
Lo que importa
Las historias son simples, como «Mi maletín», que abre el libro, y ya deja claro el pacto de lectura total. “Obviamente, fue por mi maletín que volvieron a contratarme para dar clase el siguiente semestre”, empieza por la mitad de una idea. En muchos casos, lo que importa y resalta es lo que omite. Cuando cuenta cómo es la vida en el pueblo a través de los vecinos ancianos que ve pasar. O la cotidianidad de una ama de casa jóven, que se avergüenza ante el cartero por el desorden de su cocina.
“Vivir en este mundo no es cosa fácil: todos se la pasan constantemente alterados por las cosas trascendentes que salen mal e incluso por las intrascendentes”. Así empieza «Todos lloraban», donde describe el día a día en una oficina a partir de cuándo, en qué momento, los tipos de personas no pueden evitar las lágrimas. En el baño laboral, en el subte de ida o a la mañana al despertar y saber que hay que salir al trabajo.
«Larga es la sombra,/que cruza la mesada,/de este grano de sal.», escribe Davis en «Últimas horas de la tarde». Y eso es todo. Nada, y un montón. Esa imagen diminuta y el modo de poner ahí el ojo, así, es también una reflexión profunda, sin editorial ni moraleja. Rasga la tela o el velo de las miradas generales en tres versos breves.
Cuando suelta la prosa también, al conjunto lo atraviesa, como subtexto o en primer plano, lo existencial, el miedo a envejecer y/o su observación extrañada, los duelos (de muertes, de amores, de amistades), el matrimonio,(calmo, turbulento, aburrido, amable), los viajes (en tren, en avión), la traducción. Y más.
El paseo, por temas y sentimientos diversos, inevitablemente lleva a inspeccionarse. Sin autoayuda, con hilaridad. Porque Davis, a la par, entretiene, siempre. En «Devoción de madre», dice: «Sacrificaría el brazo derecho con tal de verlo bien y feliz./ Bueno, el brazo derecho quizás no./ Pero el izquierdo seguro”. Esa es la totalidad del texto. “Con una excelentísima pericia/ está en lo alto de su escalera,/ arruinando con máximo cuidado,/ la casa más antigua del pueblo”, es el epigrama que titula «Maestro mayor de obras».
Erudición aventurera
Nació en Massachusetts, Estados Unidos, en 1947. Se crió en los viajes y la erudición aventurera. Su madre también fue escritora y trabajó como maestra. Al terminar la secundaria y antes de empezar su carrera universitaria, la joven Lydia vino unos meses a la Argentina. Su padre, Robert Gorham Davis, era crítico literario y profesor en la Universidad de Columbia, donde entre otros alumnos tuvo a Norman Mailer, y estuvo un tiempo dando clases en la ciudad de La Plata.
A principios de los 70, Davis vivió unos años en Francia con Paul Auster, que fue su primer marido y con quien tuvo un hijo. Es también traductora. Entre otros autores, llevó al inglés a Gustave Flaubert, Marcel Proust y Marguerite Duras. Como escritora, ganó tantos premios que es imposible consignarlos. Valga como botón de muestra apenas dos: el Booker Internacional en 2013 y la Orden de las Artes y las Letras en 2015.
Todo eso está presente en su obra, es el corazón que hace latir sus textos. Sin pavonearse. No hay que ser, necesariamente, un paladar negro de la literatura para dejarse llevar por sus libros. Esa gente que no conocemos, como conjunto, tiene un bonus. Aunque inicialmente pueda parecer que el rejunte es caprichoso, en realidad la curaduría del conjunto deja un sabor puntual en boca, o en la punta del cerebro, la lengua.
Lo que observa Davis es, justamente, eso que avisa en su título original: a “nuestros extraños”. El otro, pero con pertenencia (los vecinos, lo pasajeros contiguos de trenes o aviones, las charlas ajenas, a los desconocidos en Nueva York que ayudan al paso a manipular dinero o cosas eléctricas a judíos ortodoxos en Shabat) y a quien narra, con asombro, ajena de sí (el cuerpo, la maternidad, el matrimonio, su trabajo). Es meticulosa en describir lo que ve. Pone la lupa en un punto mínimo que termina mostrando un todo muy enorme. Eso que enfoca es bastante pertinente para la actualidad: ¿cómo podríamos relacionarnos (bien, mejor) con esa gente que no conocemos y existe a nuestro alrededor?
La respuesta que queda sobrevolando al terminar el libro es: siendo parte de la comunidad, con los hilos que se tejen, armando la colmena humana de relaciones. O, como avisa en el relato que da título al libro, donde explica que un vecino se puede convertir en una “suerte de primo” o de “enemigo acérrimo”, alguien que es “una presencia intolerable” que invade el terreno propio: “Gracias a las cosas que nos unen, nos convertimos en una suerte de familia”.
Nuestros extraños, de Lydia Davis (Eterna Cadencia).
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